De los latinos se dice mucho en las regiones fuera de Latinoamérica, la mayor parte de las veces, sin fundamento y sin estadísticas que respalden. Nos llaman delincuentes, ignorantes, fiesteros, promiscuos y toda una cascada de calificativos insultantes. Uno de esos muchos adjetivos que se usan contra nosotros pero que, tal vez, sea el más atinado, tiene que ver con la mediocridad que rodea nuestras acciones. El “ahí se va” y “después lo arreglamos”. Ese injerto entre haraganería, chispa, inteligencia e irresponsabilidad, que cuesta vidas y dinero: qué pena aceptar que esto no es del todo mentira.
La inercia de la mediocridad intenta arrastrarnos a todos. Y todos sabemos que no está bien ir como sea, hacia donde sea. Pero se trata de un hábito casi cultural, arraigado y de enorme peso. Vencerla cuesta mucha disciplina, mucho trabajo y la certeza de que buscamos un nuevo hábito, aunque sea individualmente. Cuesta trabajo hacer de la excelencia una forma de vida, aunque no se trata de excelencia, necesariamente, sino de hacer lo que debemos, de la forma correcta. Hacer bien las cosas.
Es increíble que en pleno siglo XXI, hacer las cosas bien sea casi sinónimo de ser excelente, y que nuestros hábitos nos empujen a, simplemente, hacerlas. La mediocridad nos arrastra, luego nos lanza al vacío. Pero no individualmente, sino como sociedad. Nos lanza, literalmente, a un territorio incierto y peligroso, en el que un problema abre la puerta a dos más, y esos, a dos más cada uno. En menos de lo que sentimos, ya tenemos más de mil problemas más serios. Un claro ejemplo de ello ha sido el lamentable accidente del buque escuela de este fin de semana.
Con respeto y conmiseración por los tripulantes heridos, ¡no hay manera de que semejante desastre haya sido un “acto de Dios”! En ese sentido, ni siquiera es adecuado llamarle un accidente, porque no fue producto de la casualidad. Es impensable que nuestros oficiales a bordo no tuvieran el instrumental necesario para saber que ese mástil pasaba del alto del puente, o que desconocieran las dimensiones del barco, o que no se dieran cuenta, con suficiente antelación, de que iban a chocar. No hay otra forma de explicar una cosa así sino buscando responsables, de aquellos a quienes no les importó la precisión, el conocimiento correcto, el manejo de los datos, las herramientas… Y esto, estimado lector, llena de rabia.
Pero si desde casa decidimos recorrer la ruta del trabajo hecho por salir del paso, no hay manera de frenar la hecatombe. Nuestras malas costumbres nos han hecho votar por el “menos peor”, hemos copiado en examen, recurrimos a chat gpt para que redacte nuestros informes o calcule nuestros presupuestos. ¿Será que, además de vivir en la mediocridad confundimos la vida tranquila con la pereza y el menor esfuerzo?
El accidente del buque escuela de la Armada nos debe poner a pensar en cómo hemos decidido que funcione nuestra vida y nuestra sociedad. Después de ello, hay que diseñar rutas para salir de ello. El recién fallecido papa Francisco nos llamaba a “hacer lío”, y es hora de hacerle caso: el lío al que nos convocó es el que nos enfrenta con el sistema al que pertenecemos y que parece dominarnos. Hacer lío será perseguir la excelencia, y eso, señores, no lo haremos con atajos, sino con esfuerzo, dedicación, principios y convicciones.
La mediocridad es un lastre. Toca mandarla a volar, de una vez por todas. Nuestras oraciones con los tripulantes del buque escuela, cuya vida peligra por causa de un terrible mal hábito.
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