Cada verano parece más extremo que el anterior. Las recientes olas de calor en el hemisferio norte han encendido un debate que, aunque viejo, se vuelve cada vez más urgente: ¿es el cambio climático una realidad o solo una percepción colectiva amplificada? Frente a temperaturas que rebasan los 45?°C en ciudades como Phoenix, Roma o Madrid, y registros de noches tropicales sin descanso, negarlo se vuelve insostenible. El mundo está cambiando, y lo está haciendo a una velocidad alarmante.

Los datos no mienten. Según la Organización Meteorológica Mundial, los últimos ocho años han sido los más calurosos jamás registrados, y 2024 se cerró con temperaturas récord en más de 20 países. Este año, ciudades como Montreal, Nueva Delhi y Atenas rompieron sus máximas históricas por márgenes impensables hace apenas una década. Las olas de calor no solo son más frecuentes, también más largas e intensas. Ya no se trata de anomalías: es una nueva normalidad climática

Este fenómeno global no distingue fronteras, pero sí clases y geografías. En países del África subsahariana, donde el acceso a agua potable, energía eléctrica o sistemas de salud es limitado, las olas de calor representan amenazas directas a la vida humana.
Mientras en otras regiones se lucha por instalar aires acondicionados y expandir la sombra urbana, en lugares como Níger o Sudán del Sur, la gente simplemente trata de sobrevivir. Las muertes por golpes de calor, la disminución en los cultivos, el colapso de sistemas de salud y el desplazamiento climático están convirtiendo la temperatura en una crisis humanitaria.
Este desafío global exige soluciones globales. La cooperación internacional se vuelve no solo deseable, sino imprescindible. La transferencia tecnológica, la financiación climática para países en desarrollo, los sistemas de alerta temprana y la creación de infraestructura resiliente deben ser parte de una agenda compartida.
Pero también se necesita voluntad política, y en ello, países de peso regional tienen un papel crucial que desempeñar.
México, como país megadiverso y actor clave en América Latina, tiene una oportunidad única. Su experiencia en acuerdos multilaterales, como el Acuerdo de Escazú o su participación en la COP, le otorgan credibilidad como mediador y promotor de soluciones ambientales. México puede liderar propuestas que impulsen energías limpias, modelos de ciudades verdes y estrategias de adaptación, tanto en foros internacionales como en cooperación bilateral, sobre todo con Centroamérica y el Caribe.
Además, esta agenda climática puede ser una palanca para diversificar las relaciones exteriores de México. En un contexto en que las relaciones con Estados Unidos son fundamentales pero complejas, el cambio climático puede ser un punto de encuentro más amplio con Europa, África y Asia. La diplomacia verde se convierte en una forma de abrir nuevos canales de colaboración, no sólo en el plano ambiental, sino también comercial, científico y cultural.
Por supuesto, este liderazgo debe empezar en casa. México enfrenta también sus propias olas de calor, incendios forestales y escasez de agua. Para ser un ejemplo creíble, el país debe invertir en energías renovables, infraestructura climática y sistemas de alerta, y frenar la deforestación. El cambio debe ser coherente, desde lo local hasta lo global.
Negar el cambio climático es, hoy más que nunca, una posición insostenible. El calor no es una opinión, es un hecho. Las olas de calor que azotan al hemisferio norte y al sur global nos recuerdan que ya no se trata de si debemos actuar, sino de cómo, cuánto y con quién. México, por su posición geográfica, su biodiversidad y su historia diplomática, tiene en sus manos la posibilidad de ser parte de la solución. El mundo lo necesita, y el momento es ahora.

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