CONTRACORRIENTE
El asesinato de Ximena Guzmán y José Muñoz, operadores políticos de Clara Brugada en la Ciudad de México, no es un caso aislado ni una excepción en una ciudad supuestamente segura. Es parte de una cadena nacional de crímenes políticos que hoy estalla en el corazón del país.
De acuerdo con Integralia Consultores, en los primeros tres meses de 2025 se han registrado al menos 50 asesinatos de actores políticos en México, en su mayoría a nivel local. Y no es casual, el crimen organizado ya no se conforma con extorsionar, con infiltrar, con presionar. El crimen ya quiere gobernar. Le dejaron entrar poquito y ahora quiere adueñarse de todo, de los territorios, de las elecciones, de las decisiones.
El problema no es nuevo, pero la hipocresía del poder sí es cada vez más ofensiva. Hoy las cúpulas morenistas están deshechas en condolencias, en comunicados solemnes, en llamados de paz. Pero han guardado silencio durante seis años de masacres, desapariciones y asesinatos. Más de 200 mil mexicanos han muerto durante el sexenio de López Obrador y lo que va del gobierno de Sheinbaum. A muchas de esas víctimas ni una palabra, ni una visita, ni una respuesta.
A las madres buscadoras no se les recibe, pero a los operadores caídos del oficialismo se les canoniza. Esa doble moral es la que alimentó el pacto de impunidad. Y ahora el boomerang les está regresando. Porque la seguridad es eso, un boomerang. Y cuando la dejas en manos de criminales, termina golpeando a quien se creyó intocable.
La línea entre crimen y política ya no es delgada, es inexistente. Y mientras tanto, el Estado sigue actuando como si esto fuera “parte del riesgo”. No lo es. No se vale normalizar que gobernar implique morir. No se vale indignarse solo cuando tocan al círculo propio. No se vale fingir sorpresa cuando el monstruo que ayudaste a crecer decide que tú también estorbas.
La violencia político-criminal ya no es regional. Es nacional. Es estructural. Y es producto de una estrategia de seguridad que nunca existió. Pactaron, permitieron, cedieron. Y ahora, como suele pasar con el crimen, el precio se paga con sangre.
Quien no lo entienda, que vea el Zócalo. Ya no es símbolo de poder. Es territorio disputado.
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