CONTRACORRIENTE
En la política mexicana se ha instalado una perversión del concepto de lealtad. Se ha asumido que la lealtad a un gobernante es suficiente para justificar cualquier nombramiento, sin importar si la persona tiene la más mínima capacidad para desempeñar el cargo. La lealtad, en su versión más vulgar, se ha convertido en la excusa perfecta para encubrir corrupción, incompetencia y abuso de poder.
El resultado de esta lógica es evidente en el gobierno estatal y en muchos gobiernos municipales: secretarios y directores sin preparación, funcionarios sin experiencia, operadores sin criterio, pero eso sí, leales. ¿A quién? No al ciudadano, ni al desarrollo del estado o de la ciudad, sino a quien los puso ahí. Leales al pacto que los mantiene en el cargo, leales al sistema que los protege, leales a su propio beneficio.
Pero la verdadera lealtad a un proyecto de gobierno no significa sumisión ciega ni obediencia incondicional. Ser leal a un gobierno significa estar preparado para desempeñar la función pública con responsabilidad. La mejor manera de ser leal a un estado, a un municipio, es hacer bien el trabajo, no ser un inútil con cargo.
Sin embargo, la política zacatecana ha demostrado que muchos de sus gobernantes no buscan servidores públicos competentes, sino cómplices. Y los cómplices no necesitan conocer la ley, no necesitan dominar la administración pública, no necesitan aportar soluciones. Solo necesitan firmar, recibir órdenes y asegurarse de que el dinero siga fluyendo en la dirección correcta.
Esta mediocridad institucional no solo es dañina, es deliberada. Porque un funcionario incapaz jamás podrá cuestionar órdenes. Un secretario ignorante nunca podrá discutir con el gobernador o con un presidente municipal. Un director incompetente nunca tendrá la iniciativa de hacer algo diferente. Esa es la verdadera razón por la que los gobiernos han llenado las estructuras de perfiles ineptos: porque un funcionario sin capacidad es la garantía de que el sistema de complicidades siga funcionando sin sobresaltos.
El problema es que esta política tiene un costo enorme para los ciudadanos. Las calles destruidas, los servicios públicos colapsados, la inseguridad desbordada, el desastre administrativo, no son errores, son consecuencias de un gobierno que ha privilegiado la lealtad ciega sobre la capacidad técnica. No es casualidad que las ciudades y el estado estén en ruinas. No les importa. Porque en esta lógica perversa, gobernar no significa mejorar las condiciones de vida de la gente, sino saquear sin interrupciones.
La lealtad sin capacidad es solo sumisión disfrazada de virtud. Y la sumisión no construye estados funcionales, solo protege a cúpulas partidistas enquistadas en las administraciones.
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