VOCES SILENCIADAS: MIGRACIÓN ZACATECANA

Las historias migrantes no siempre se cuentan. O se narran a medias, en murmullos que apenas logran abrirse paso entre las sobremesas familiares. Muchas veces se arrastran, se heredan, se callan. Y en ese silencio se acumulan generaciones enteras que cruzaron fronteras con los pies cansados y la esperanza intacta.
Soy nieta e hija de un ex migrante. Ambos originarios de la Presa de Valenzuela, en Villa Hidalgo, Zacatecas. Mi padre, como tantos otros, dejó su tierra, su gente y su idioma, y emprendió a pie el cruce hacia Estados Unidos para trabajar en el campo. Lo hizo con lo puesto, con hambre de futuro y con la promesa de que, al menos allá, el trabajo dignificaba. Mi historia no es única: es apenas una hebra más del gran tapiz migrante que, por generaciones, ha sido tejido con manos zacatecanas que siembran en tierra ajena lo que su patria no les permite cultivar.
De esas promesas rotas, poco se dice. Lo que se queda atrás duele: hijos que crecen con la ausencia del padre, esposas que convierten la espera en parte de su rutina, y padres que envejecen sin la esperanza del reencuentro. También permanecen en silencio las historias de discriminación, abusos policiales, estafas y pérdidas económicas que muchos padecen. ¿A dónde acudir? ¿Ante quién levantar la voz cuando el país que te explota no es el que te vio nacer, y aquel que sí lo hizo ya te ha dado la espalda? No era una elección: era la única salida.
Con el tiempo, mi familia se asentó en Loreto, Zacatecas. Ese municipio me vio crecer, y aunque mis raíces se afirman ahí, sé que el aire que respiramos lleva el polvo de caminos recorridos por necesidad, no por voluntad. Cada historia migrante que no se cuenta es una memoria en fuga, una enseñanza que se evapora.
Contar esta historia es romper el silencio. Porque recordar también es dignificar. Y porque en cada relato migrante habita una verdad incómoda: nadie debería tener que irse para merecer una vida mejor.
Hoy, ante el endurecimiento de las políticas migratorias en Estados Unidos y el aumento de las redadas, se revela una paradoja jurídica y humanitaria: el país que se proclama defensor de los derechos humanos no forma parte de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, ni reconoce la jurisdicción de la Corte Interamericana. No es una omisión casual, sino una decisión deliberada que debilita los mecanismos internacionales de protección para las personas migrantes, especialmente las indocumentadas.
Tan solo en el primer trimestre del año, 387 aguascalentenses fueron deportados; catorce de ellos eran menores de edad, algunos incluso no acompañados. ¿Qué nos dice un país sobre sus prioridades cuando sus niños son devueltos sin un solo gesto de protección o humanidad?
En Zacatecas, el Instituto Estatal de Migración (IEMZ) carece de presencia permanente en la frontera norte. Esta ausencia no es un descuido: es una forma de abandono. Sin una estrategia clara ni atención inmediata, los deportados enfrentan un vacío institucional que dificulta su reintegración social, laboral y emocional. La orfandad institucional no es una metáfora: es una realidad.
Lo más alarmante es que este patrón se ha normalizado. Se celebra el volumen de remesas como si fueran medallas económicas, mientras se ignora el dolor que las genera. Porque detrás de cada dólar enviado hay una historia de separación, de riesgo, de ausencia. Y detrás de cada migrante que regresa, hay una historia que nadie quiere escuchar.
Es urgente reconfigurar la narrativa. Las voces de quienes cruzaron caminando, trabajaron en silencio y regresaron sin nada, invisibilizadas. No por falta de valor, sino por falta de escucha. Voces como la del diputado migrante deberían ser más que simbólicas. Necesitamos representantes que no solo visibilicen las tragedias de la migración, sino que impulsen políticas concretas: atención psicológica para deportados, acceso inmediato a servicios de salud, empleo, y programas educativos para niñas y niños retornados.
La migración no es el problema: es el síntoma. El verdadero desafío está en transformar los factores que obligan a tantos a irse y a otros tantos a volver sin un sistema que los reconozca. Porque mientras no existan condiciones dignas de permanencia ni dignidad al retorno, Zacatecas seguirá siendo un Estado que expulsa a los suyos, y Estados Unidos un país que los criminaliza.
Sin embargo, la responsabilidad no puede recaer únicamente en los gobiernos locales. Es necesaria una política migratoria federal con rostro humano, con recursos suficientes y una visión de largo plazo que reconozca que la migración no es un delito, sino una expresión legítima de la búsqueda del bienestar.
 

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